SUEÑOS DE PRINCESA
Eva Calles Díaz. 4º ESO
Colegio San Vicente de Paúl. Alcoy
Hace millones de años, en un antiguo y a la vez
desconocido pueblo medieval, una princesa se encontraba
en el río. Miraba la transparencia del agua, su débil
sonido al transportarse de un lado para otro le hacía
sentir tranquilidad, comodidad. Se encontraba tumbada,
esperando, aunque no sabía el qué. Su vestido se
tambaleaba con el sonido del viento. Una suave brisa de aire
le hizo agachar poco a poco la cabeza y consiguió dejarla
completamente dormida. Cuando despertó miró a su
alrededor. Estaba en un castillo, concretamente en la torre
más alta de un castillo. Esa torre estaba completamente
vacía, solo se podían apreciar dos grandes cuadros de
un horrible rey. Era alto, robusto, quizás demasiado
robusto, y tenía un rostro cansado y viejo. Sobre su mano
derecha sostenía una fuerte espada y sobre su cabeza se
podía distinguir una gran corona bañada en oro y llena
de miles y miles de piedras preciosas. Por otro lado, en el
otro cuadro este mismo rey se encontraba sobre su corcel,
blanco como la nieve. La princesa no entendía nada,
así que corrió hacia la única ventana que había en ese
horrible lugar. Los alrededores de esa solitaria torre eran
bosques secos, sin armonía, sin vida, sin apenas un rayo
de luz. Una lágrima resbaló sobre su mejilla. Entre tanto,
un fuerte ruido de trompeta la asustó. Llegaba alguien,
alguien muy importante. La puerta se abrió lentamente y
la princesa recorrió con su mirada a aquel personaje de
arriba hacia abajo. Lucía unas botas de montar con una
gruesa cinta de metal, sus piernas eran rígidas y un poco
anchas, su cuerpo era gordo y pesado y su cuello corto,
muy corto. Cuando la princesa llegó a apreciar el rostro de
aquel hombre pudo ver que era él, el señor del cuadro.
—Tú, bella princesa, serás mi esposa —afirmó con
desdén el viejo rey sin ni siquiera explicarle nada.
—¡Jamás! —gritó desconsolada.
La cogió fuertemente del brazo y la tumbó bruscamente
sobre la cama.
—Si vos, princesa, no queréis casaros conmigo, tendréis
que quedaros aquí para el resto de vuestros días —seguido
de esto dio un fuerte portazo y se marchó.
La princesa estaba sola, sola y angustiada. No dijo
nada, solamente lloró. Pero, de repente, como si de un
rayo veloz se tratara sobre la ventana apareció él. El
príncipe azul. Era joven, apuesto y muy valiente. Venía
en una alfombra mágica, también azul claro, y cogió a la
princesa suavemente en brazos y se dispuso a llevarla
hasta su castillo. Pero en ese mismo instante una mano
fuerte y vieja estiró a la princesa hacia sí desde dentro de
la torre. Era el rey. Pero el príncipe, armado de valor, y
él se batieron en un duelo de espadas. Luchaban por la
princesa, pero la princesa solo quería luchar por el amor
que le tenía a su príncipe azul. El sonido de las espadas
era aterrador e incesante. El viejo rey perdió el equilibrio
y cayó al suelo intencionadamente, el príncipe, que aparte
de apuesto era bondadoso le ofreció su mano como tregua.
Pero el malvado rey recogió su espada con vigor y se
dispuso a matar a su contrincante. El príncipe se apartó
rápidamente y por detrás le clavó la espada al engreído del
rey. Por fin, la princesa podría ser feliz. Fueron de vuelta al
castillo de ésta y se casaron. Por siempre estarían juntos,
y por siempre serían felices.
En fin, la historia de amor más bonita del universo
¿no?
Sandra soñaba, y a la vez escribía. Esperaba ansiosa la
llamada de Jorge. Pero la esperaba desde hacía días. ¿Qué
no le gustaba de ella? Quizás declararle todo su amor, no
había sido la mejor idea.
Lo hacía a menudo, era una niña aún, una niña
con ganas de amor. Su rostro infantil le impedía ver la
madurez que en el fondo tenía. Ella se miraba a menudo
en el espejo, y se hacía mil preguntas, para cada pregunta
tenía mil respuestas. No sabía que era lo que fallaba. ¿Era
su aspecto? ¿Era su actitud? Quizás no era el momento...
Su vida no era nada del otro mundo, como la de cualquier
niña de su edad ¿no? Quince años no está nada mal para
empezar a tener sueños, metas, actitudes... pero a ella le
faltaba algo más que una simple actitud. Le faltaban las
ganas, la ilusión. De pequeña su madre le contaba historias de príncipes y de princesas antes de irse a dormir. Y cada
noche, soñaba con esas historias, pero la protagonista
ahora era ella. Era una niña muy abierta, muy sociable
y sin ninguna vergüenza. Le encantaba soñar despierta
pero sobre todo leía, leía mucho. Quizás desde que su
madre murió había perdido todo ese espíritu fantasioso y
espontáneo que antes la caracterizaba. Ella quería escribir
lo que era pero ahora solamente escribía lo que quería ser,
una auténtica princesa de cuento.
Era tarde, muy tarde. Escribía y cuando lo hacía perdía
la noción del tiempo. Su cabeza dejó de pensar y se volvió
a sumergir en aquel libro. Antes de hacerlo recordó que
lo había terminado. Pero tuvo una intuición. Observó el
libro de nuevo y se dio cuenta de que la última página
estaba en blanco. En blanco completamente. Cerró sus
ojos con fuerza, deseaba que esa página se llenara de algo
maravilloso. Al abrirlos, allí estaba. El rostro de una bella
joven de piel morena, con el pelo largo y liso de un color
negro intenso. Sus ojos totalmente oscuros reflejaban
tristeza, una tristeza inmensa. Su nariz era respingona y
su boca era sencilla de un tono suave, casi como la miel.
Al ver esta imagen en la página que antes estaba en blanco
Sandra dio un salto atrás. Esa joven era ella. ¿Ése era su
aspecto? ¿Quería reflejarle al mundo su falsa tristeza?
Sorprendida volvió a cerrar los ojos con fuerza esperando
que aquella imagen desapareciera. Al abrirlos, para su
sorpresa, no solo encontró aquella imagen de antes,
sino que también pudo ver que detrás de ésta había otra
página. Deslizó casi con miedo la fina y suave hoja. En
aquella segunda página había un texto breve: “Grita, di lo
que piensas ahora mismo”. Ella lo hizo, gritó:
—Éstas son páginas en blanco que solo yo puedo
llenar. ¡Quiero irme a otro capítulo! A un capítulo en el
que la tristeza desaparezca —lo gritó con fuerza, se lo gritó
a su madre.
En ese mismo instante su teléfono móvil comenzó a
sonar, era él.
Cerró el libro con fuerza y se miró al espejo. Por
primera vez en mucho tiempo una amplia sonrisa invadió
su rostro. De nuevo era ella.
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